lunes, 1 de junio de 2015

La formación política del cristiano

La formación política del cristiano
Una reflexión sobre la dimensión política del Evangelio

José Andrés Bravo Henríquez
http://elblogdefeycafe.blogspot.com


Mons. Ubaldo Santana, arzobispo de Maracaibo, afirmó a un periodista que el reto de la Iglesia en la actual sociedad venezolana es la formación de los cristianos en la política. La falta de esta sólida formación humano-cristiana es denunciada por el Concilio Plenario de Venezuela como una sombra: “En el campo de la política, escenario donde se configuran las leyes y se toman las grandes decisiones, se evidencia la escasez de laicos formados en la fe y específicamente en la Doctrina Social de la Iglesia, que influyan significativamente en las decisiones que afectan a la nación, particularmente en los campos como la familia, la defensa de la vida, la educación y la libertad religiosa” . La sombra es más oscura cuando “se constata en algunos cristianos una actitud pasiva en participar en la vida de sus comunidades y del país, dejando a un lado la responsabilidad social y política, la cual es insoslayable para cualquier persona como miembro de una sociedad. Esa apatía e indiferencia contraría el compromiso cristiano con la comunidad para la construcción de un nuevo país” .
Esta inquietud ha sido expresada en diversos documentos de la Conferencia Episcopal Venezolana, especialmente en los últimos años. Uno de los más contundentes y oportunos es emitido el 20 de enero de 1998, en medio de la grave crisis de nuestra democracia en franco deterioro, a los cuarenta años - ironía de la historia - del “23 de enero de 1958”. Es firme al valorar la democracia: “Vivir en democracia no es, desde la perspectiva del pensamiento de la Iglesia, algo accidental. Forma parte de las condiciones para garantizar la dignidad de la persona humana, la calidad de vida y la justicia distributiva. Por eso, la Iglesia no puede mantenerse indiferente ante este proceso. Debemos afirmar que la democracia como sistema político no es negociable. Es decir, que no estamos dispuestos a avalar formas autoritarias o dictatoriales que tantas penas y lágrimas nos causaron en el pasado. No se puede olvidar que detrás de estos regímenes de fuerza afloran diversas formas de degradación y manipulación de la persona humana” .
Resalto el llamado a no ser indiferentes. Pero, lo más grave es que muchos venezolanos que se profesan cristianos – unos más que otros – han contribuido, con sus acciones y actitudes, a la perdida de la libertad y de la democracia. Unos empeñados en mantener el poder por cualquier medio, no importando traicionar los principios fundamentales del bien común y asumiendo políticas equivocadas, ineficientes y, no en pocos casos, propiciadoras de corrupción. Otros, queriendo proteger sus intereses, sus negocios, se alistan a formar parte del régimen “socialista”, totalitario y destructor, olvidándose de los valores fundamentales del cristianismo que dicen profesar. Pero, peor aún es la indiferencia de la mayoría cristiana que prefiere encerrarse en sí misma y no comprometerse en lo que es propio del seguidor de Jesús, la entrega amorosa hasta la cruz (sacrificio) para obtener el triunfo del reino de paz y justicia para todos, preferencialmente para los pobres.
Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica Christifideles Laici (1988), es aún más claro: “Para animar cristianamente el orden temporal – en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad – los fieles laicos de ningún modo puede abdicar de la participación en la política; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común… Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública” .
En los años postconciliares y, específicamente, a partir de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (1968), nace un movimiento latinoamericano que tuvo a la teología de la liberación como base de reflexión y a las comunidades cristianas populares o de base como elemento operativo con claras opciones sociales contra regímenes totalitarios y sistemas opresores. Unos con clara inspiración marxistas y otros buscando una fuerza cristiana que les ayudara en las terribles luchas contra las más graves injusticias que conducen a la violencia, motivados por la opción preferencial por los pobres y oprimidos. Son muchos y diversos los escritos que han querido dar respuesta a esta situación. Tengo a mano dos artículos que me ayudan a plantear el problema. El primero es del sacerdote chileno Segundo Galilea publicado el año 1973, titulado “Jesús y la liberación de su pueblo” . El otro es del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, tomado de su obra fundamental Teología de la Liberación del año 1971. El referido artículo se titula “Jesús y el mundo político” .
Según Galilea, el problema que enfrentan muchos cristianos comprometidos en la lucha liberadora es que no se sienten en condiciones de asumir una militancia propiamente política. Sin embargo, saben que, desde su apostolado, deben trabajar para influir a favor de los necesitados. Indudablemente, su acción tiene una vertiente socio-político que deben descubrir en el Evangelio de Jesús. Yo digo que es importante una pastoral socio-política que dé respuestas a este cuestionamiento. Lo que sucede es que se ha tenido miedo en aceptar que también la persona y las enseñanzas de Jesús pueden iluminar el camino hacia esta acción. Acertado es el teólogo chileno al afirmar que “la cristología que muchos de esos cristianos recibieron no los preparó para una lectura socio-política de la vida de Jesús y del Evangelio” .
La falta de una seria formación al respecto, lleva incluso al error de justificar cualquier sistema. En la actual Venezuela se ha querido identificar a Jesús con el régimen totalitario denominado “socialismo del siglo XXI”. Sin embargo, por otra parte, como lo refiere Galilea, “frente a esta realidad y proceso histórico es necesario colocar la misión de Jesús. La carencia de la dimensión política de la cristología tiende a hacer de Cristo ajeno a esta problemática, socialmente desencarnado, predicador de un mensaje salvador de las personas y de un reino extra-temporal” . A un mensaje de Jesús desencarnado le siguen unos cristianos indiferentes y, los más comprometidos, decepcionados.
No podemos negar, aquí me hago ayudar por el artículo de Gustavo Gutiérrez, de que existe un problema muy profundo y complejo que no podemos evadir. Existen algunos cristianos, especialmente jóvenes, que han llegado a preguntarse por la actitud de Jesús frente a la situación política de su tiempo. Es verdad que Jesús no es un rebelde político al estilo zelote, pero tampoco es un espiritualista apartado del mundo como un esenio de su época. Jesús, según el testimonio de los evangelistas, vivió pobre y cerca de los pobres y necesitados. En una cultura como la de su pueblo donde existe clara discriminación contra las mujeres y los niños, Jesús se acerco y compartió con mujeres y bendijo a los niños. A los samaritanos, otros despreciados, son tratados por Jesús con dignidad y hasta como ejemplo de cómo se debe vivir la caridad. A los enfermos, especialmente los considerados impuros, se hace cercano para asistirlos.
Su programa de vida está dirigido a predicarles a los pobres y liberar a los oprimidos. Ciertamente, la predicación de su reino va más allá de los límites humanos, pero cambia radicalmente las relaciones interhumanas, de manera que las personas se rijan por los fundamentales valores que dignifican: justicia, paz, libertad y verdad, para el cumplimiento del mandamiento nuevo del amor fraterno. Porque, bien lo dice Gutiérrez, “para Jesús la opresión y la injusticia no se limita a una situación histórica determinada; sus causas son más profundas y no podrán ser eliminadas verdaderamente si no se va a las raíces mismas de la situación: la quiebra de la fraternidad y la comunión entre los hombres. Además, y esto es de enormes consecuencias, Jesús es opuesto a todo mesianismo político-religioso que no respeta ni la hondura de lo religioso ni la consistencia propia de la acción política” .
Por eso, estoy convencido de que la tarea urgente es formar a los cristianos en el auténtico sentido de la política para que puedan, con los valores del Evangelio y la doctrina social, ser protagonistas en la construcción de una nueva sociedad de progreso y bienestar para todos. Para ello, la Iglesia ofrece los principios de reflexión, los criterios de juicios y las directrices de acción, que tienen su origen en la revelación divina. Ciertamente, la acción liberadora de Dios en la historia , su gesto de acercarse a un pueblo oprimido por el poder que tiraniza, la elección de un líder y la movilización de Israel que se levanta y marcha en comunidad hacia la libertad con la fuerza de la fe y la convicción del valor del sacrificio, es fuente de toda acción política de inspiración cristiana. Como enseña el Compendio de la Doctrina Social en el numeral 23: “El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad” . Israel es el prototipo del nuevo pueblo de Dios formado por la humanidad entera y liberado por el sacrificio de Jesús en la cruz.
Pues, el acontecimiento salvífico del Dios de Israel, tiene en Jesucristo el cumplimiento decisivo de la historia liberadora. Cristo encarnado, cuyo proyecto es anunciar una buena noticia a los pobres, la liberación de los oprimidos y establecer un reino de fraternidad , en la libertad y responsabilidad. Aquí está el proyecto originario de toda acción política del cristiano. De este acontecimiento continuamente renovado, donde se actualiza el designio de amor de Dios, nace la visión de la persona humana, de la sociedad y de su historia. Si el cristiano tiene conocimiento y convicción de estas enseñanzas, su fe le mueve a no aislarse en un espiritualismo individualista y evasivo , una piedad privada (pietista), un moralismo excluyente o una caridad casual, que muchas veces justifican su falta de compromiso con la sociedad.
En este sentido, fue en la Conferencia de Medellín (1968), donde la Iglesia de nuestro continente latinoamericano destaca las relaciones de la vida espiritual con la acción liberadora, concretamente en la liturgia. Pues, “la celebración litúrgica corona y comporta un compromiso con la realidad humana, con el desarrollo y con la promoción, precisamente porque toda la creación está insertada en el designio salvador que abarca la totalidad del hombre” . Y, cuando habla de la espiritualidad de los cristianos, invita a promoverse “una genuina espiritualidad de los laicos a partir de su propia experiencia de compromiso en el mundo, ayudándoles a entregarse a Dios en el servicio de los hombres y enseñándoles a descubrir el sentido de la oración y de la liturgia como expresión y alimento de esa doble recíproca entrega” . Más adelante, en la Conferencia de Santo Domingo (1992) se exige como compromiso pastoral, dinamizar “una espiritualidad del seguimiento de Jesús, que logre el encuentro entre la fe y la vida, que sea promotora de la justicia, de la solidaridad y que aliente un proyecto esperanzador y generador de una nueva cultura de la vida” .
Es importante convencer de que en la irrupción de Dios en la historia, se encuentra también la raíz de la visión cristiana de la comunidad política. Así lo enseña la Iglesia en el tesoro de su doctrina social: “Cristo revela a la autoridad humana, siempre tentada por el dominio, que su significado auténtico y pleno es de servicio” . En esto se insiste una y otra vez, porque su fundamento es la dignidad de la persona humana que sólo en una comunidad de paz y libertad puede realizarse plenamente. La principal responsabilidad es el bien común: “La comunidad política tiende al bien común cuando actúa a favor de la creación de un ambiente humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y del cumplimiento pleno de los respectivos deberes” .
La política entendida como servicio al bien común, supone que nuestra existencia es convivencia, relación interpersonal. Si bien es importante la autoafirmación como ser individual con su propia identidad – ser idéntico a sí mismo –, este mismo ser no se realiza plenamente si no sale de sí mismo al encuentro con los demás, vigorizando su libertad aceptando las inevitables obligaciones de la vida social, asumiendo las multiformes exigencias de la convivencia humana, obligándose al servicio de la comunidad en que vive .
El mismo Jesús, con su característico lenguaje radical, lo expresa claramente a sus Apóstoles, ante sus ambiciones de poderes y privilegios, tentaciones que acompañan siempre al cristiano. Así habla Jesús de la política: “Saben que entre los paganos los que son tenidos por gobernantes dominan a las naciones como si fueran sus dueños y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre ustedes; más bien, quien entre ustedes quiera llegar a ser grande que se haga servidor de los demás; quien quiera ser el primero que se haga sirviente de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por todos” . El gobernante es el sirviente del pueblo. Es tanto que, sólo podemos participar del reino de Dios si dirigimos nuestra existencia a servir a los demás en la solución de sus más urgentes problemas sociales: El hambre, la sequía y destrucción ambiental, la inmigración y la gravedad de los muchos refugiados, la falta de vivienda, el deterioro de la salud y servicios básicos, del sistema de justicia y la horrible condiciones de las cárceles. Basta leer el Evangelio .
Estas reflexiones son como una manera de introducir lo que sería un desafío cada vez más urgente de formar a los cristianos en el verdadero sentido de la política. Porque el seguidor de Jesús debe tener clara conciencia de su compromiso con la situación socio-política de la sociedad actual. ¿Con qué principios puede un cristiano desarrollar una reflexión hoy? Aquí es necesaria la visión de la persona humana, su dignidad, sus derechos y deberes. ¿Cuáles son los criterios que, desde la fe, se necesitan para un juicio a los sistemas que se imponen, a los sistemas que se proponen y por los que se lucha? Aquí se necesita un conocimiento de la realidad y una capacidad de juicio cristiano; conocer las diversas ideologías, sus valores y sus peligros. También se debe tener claro los derechos y deberes sociales de la Iglesia, para un discernimiento lo más conveniente posible. Y, por último, ¿cuáles son las orientaciones para la acción dinámica del cristiano? Es importante tener una visión evangélica de la dignidad de la persona humana para un diálogo respetuoso y sincero, para la promoción de la justicia en la solidaridad. Todos estos y más, desde la práctica del amor y de la misericordia, como camino para construir la fraternidad, fundamento de la paz, como nos exhorta el Papa Francisco.
El principio de reflexión que nos enseña la doctrina social es la persona humana libre e inteligente, cuya dignidad se fundamenta en su participación en la divinidad de Dios que lo creo a su imagen y semejanza: “El hombre pues, como ser inteligente y libre, sujeto de derechos y deberes es el primer principio y, se puede decir, el corazón y el alma de la enseñanza social de la Iglesia” . En realidad, es el único principio, los demás se desprende de él. Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor hominis 14 afirma que “el hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social – en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o de la tribu), en el ámbito de toda la humanidad – este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo”.
Si este es el principio fundamental, la DSI debe basarse entonces en una clara visión cristiana del ser humano. Lo que podríamos denominar: una antropología cristiana. En este sentido, la Iglesia apuesta por un humanismo integral y solidario. Por eso, la Iglesia, en la Gaudium et spes, da la cara al mundo, para servir a la persona humana. Ella escucha sus interrogantes, comprende la complejidad de su situación, respeta la autonomía de lo terrenal, valora su progreso y brinda a la humanidad el servicio de la evangelización.
De este principio fundamental se desprenden los siguientes principios señalados por el documento de la Congregación para la Educación Católica, ampliado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. A saber, los derechos humanos que derivan de la misma dignidad de la persona humana como imagen de Dios; la dimensión relacional o comunional de esta persona (con Dios, con los demás y con las cosas materiales); el bien común como un valor de servicio y de organización de la vida social y del nuevo orden de la convivencia humana; la solidaridad y la subsidiariedad que protege especialmente al más necesitado, ligadas a la opción preferencial por los pobres; la concepción orgánica de la vida social que no es otra cosa que la organización política que cuide y propicie la libertad y la justicia; la participación, asegurando con ella, en la organización social, las exigencias éticas de la justicia social (“La participación justa, proporcionada y responsable de todos los miembros y sectores de la sociedad en el desarrollo de la vida socio-económica, política y cultural es el camino seguro para conseguir una nueva convivencia humana” ); las estructuras humanas y la comunidad de personas; por último, el destino universal de los bienes, formulado por la Gaudium et spes 69 así: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la guía de la justicia y de la caridad”. Este principio puede provocar el debate sobre la propiedad privada que, a mi juicio, queda aclarado con Juan Pablo II en la encíclica Laborem exercens 14: “La tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho como algo absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes”.
Con estas reflexiones no quiero reducirme a la simple discusión de que si la Iglesia puede participar en política, de que si los sacerdotes pueden ser políticos o de que si los políticos manipulan la religión. Pienso que lo más importante es que los seguidores de Jesús conozcan el pensamiento que sobre la política tiene el cristianismo, para que puedan actuar en consecuencia. Es verdad que, a pesar de que la historia de la salvación nos revela una experiencia religiosa de relación de Dios con los seres humanos, su enseñanza ilumina todas las realidades humanas porque es la persona humana integral y concreta la que hay que salvar. Sin embargo, no podemos buscar en la Sagrada Escritura un programa político ideológico. No lo encontraremos. Pero sí nos revelará la verdad humana con su más alta dignidad por ser creado a imagen de Dios y, por el Hijo Jesús, ser adoptado como hijos de Dios. De ahí, la vocación de comunión fraterna en el amor y la entrega por el bien común fundamentado en el mandamiento nuevo del amor mutuo. Ahí encontraremos, sin dudas, los fundamentos más profundos de la política y de todas las realidades humanas.
La Sagrada Escritura nos comunica que la tarea de los reyes de Israel, sus fidelidades a la Alianza y sus infidelidades, sus logros y sus derrotas, repercuten en la libertad o esclavitud del pueblo. Son los profetas los que van a convertirse en los más grandes intérpretes de la realidad socio-política-religiosa del pueblo. Denuncias y anuncios, es la dinámica continua de los profetas. De manera que en sus testimonios nos enseñan el sentido del bien, de la justicia, de la paz, del compromiso y servicio comunitario, de la libertad y la dignidad humana. Se afincan en la realidad de los humanos y la juzgan desde la voluntad de Dios expresada en la Alianza. Pero, no son derrotistas. Son personas de esperanza, miran y comprometen al pueblo a un futuro mejor, donde definitivamente reina Dios.
Vale insistir que Jesús no es un político de oficio , ni lo quiso ser. Frente al representante político, Pilato, que lo condena por rebelde, le manifiesta que si él fuera un político como los de este mundo, su partido lo protegería: “Pero mi reino no es de aquí” . No obstante, “el Hijo de Dios asume lo humano y lo creado y restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del encuentro con él” . Por eso la Iglesia afirma que por la misma dignidad de la persona humana, imagen de Dios y realizada plenamente en Jesucristo, “merece nuestro compromiso a favor de su liberación” . Además, porque “sólo en Cristo se revela la verdadera grandeza del hombre y sólo en él es plenamente conocida su realidad más íntima” . Aquí está la base más profunda de una actividad social, vale decir política, del cristiano.
Para concluir quiero referirme a un iluminador texto de un escritor cristiano del tercer siglo de nuestra era, llamado Firmianus Lactantius, mejor conocido como Lactancio. Él nos enseña que la virtud de la humanidad es el fundamento de la sociedad. Esto es importante porque actualmente a muchos de nuestros activistas políticos les falta humanidad. Es decir, correcto sentido de lo humano. A veces se quedan en las simples estrategias y cálculos para obtener el poder. Pero, sin un sentido humano de la política, ésta se convierte en instrumento destructor.
Ciertamente, como lo refiere Lactancio, nuestra naturaleza humana es débil, mientras que los animales son más fuertes para adaptarse a este mundo. Sin embargo, Dios nos hizo seres en relación. La fortaleza de la humanidad es que nosotros podemos organizarnos para una convivencia más pacífica y con responsabilidades mutuas de servicio para el bien común. Todos tenemos la misión de cuidar los espacios y permitir que todos podamos habitarlos con dignidad.
Sencillamente, “porque si el hombre se enfureciera a la vista de otro hombre, como vemos que hacen los animales salvajes, no podría existir sociedad entre los hombres, ni orden, ni seguridad en las ciudades. No habría ninguna tranquilidad en la vida humana si la debilidad de los hombres estuviese expuesta no sólo a los ataques de los demás animales, sino también se combatieran unos a otros continuamente conforme hacen las bestias” (Lactancio). De ahí que la política no puede ser una batalla donde el más fuerte somete a los más débiles.
Dice el clásico cristiano que, para una convivencia libre y pacífica, es necesaria una alianza entre los seres humanos, para formar una sociedad. La ayuda mutua es la clave de la política. Si, por el contrario, se viola la alianza, se está cometiendo un crimen: “Debe considerarse como máximo crimen violar o no conservar aquella alianza establecida entre los hombres”. En el Evangelio de Jesús la verdadera alianza entre los seres humanos consiste en cumplir el mandamiento nuevo de amarnos los unos a los otros.
A mi juicio, estas enseñanzas cristianas constituyen la naturaleza y el fin de la política. Todos estamos llamados a encontrarnos, a formar una comunidad donde el ser humano pueda realizar su propia vocación, vivir su dignidad y libertad, asumiendo con responsabilidad su misión mutua del bien común. Como lo enseña la Iglesia, “el bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia” (Gaudium et spes 74).
Por su parte, San Agustín (354-430), enseña que desear el poder es saludable siempre que sea para hacer el bien. “Pero no lo es si se desea por el falto vano del orgullo, por la pompa superflua o una necia vanidad”, muy común entre nosotros. El poder, sin duda, constituye el objeto de toda actividad política, pero no puede utilizarse para oprimir y subyugar a los seres humanos que, por su naturaleza, son libres y responsables. Otro gran Padre de la Iglesia, Isidoro de Sevilla (siglo VI), sentencia que el poder se conquista y se ejerce para el beneficio de los ciudadanos: “Nada peor que tener por el poder la libertad de pecar, ni nada más desgraciado que la facultad de obrar mal”.
Muchos, en nuestros días, justifican su poder sosteniendo que tiene su origen divino. Ciertamente, los Padres así lo han enseñado: “El poder es bueno, y ha sido dado por Dios” (San Isidoro). Pero, olvidan que el mismo Santo explica que algo que viene de Dios tiene el amor por fundamento. Así, el poder que oprime, domina y maltrata la dignidad de los seres humanos, no sólo traiciona sus principios, sino que se construye su condena.
Más aún, la Sagrada Escritura, fuente de toda enseñanza cristiana, nos transmite que el pueblo pide a Dios poder al rey, pero para que gobierne con justicia y defienda al pobre. Porque el mismo Dios revelado por Jesucristo, “rige al mundo con justicia, rige los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra” (Salmo 67).

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