viernes, 12 de junio de 2015

Una Nueva Sociedad

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 27
XI Domingo Ordinario
            Sembrar la Palabra de Dios en el corazón de cada ser humano produce el maravilloso fruto de una persona nueva, según el modelo de Cristo Jesús, para la construcción de una nueva sociedad que tiene su plena realización en el reinado de Dios. Esta tarea es una de las más queridas por la Iglesia Latinoamericana e integrada en la misión evangelizadora. Ciertamente, anunciar el Evangelio de Jesús nos compromete en la construcción de una sociedad distinta, donde se viva la novedad de sus valores fundamentales de la vida, la verdad, la justicia, la paz. Una sociedad de amor fraterno: “El Espíritu del Señor impulsa al Pueblo de Dios en la historia a discernir los signos de los tiempos y a descubrir en los más profundos anhelos y problemas de los seres humanos, el plan de Dios sobre la vocación del hombre en la construcción de la Sociedad, para hacerla más humana, justa y fraterna” (Puebla 1128).
            Esta tarea a la que estamos todos comprometidos, supone una visión cristiana de la persona humana que parte por aceptar que la tierra entera es una casa pequeña donde convivimos todos y, so pena de negarnos nuestro progreso personal, no podemos excluir a nadie. Más que vivir, convivimos. Es nuestro deber reconocer que cada ser humano es un hijo de Dios y formamos una sola familia. En esta reflexión seguimos a la constitución Gaudium et spes del Vaticano II que opta por un humanismo integral, donde se contempla al ser humano en su justo valor frente a Dios y al mundo. Reafirmando su propia identidad, la persona humana se reconoce con vocación comunional. Que la sociedad no es un montón de seres y cosas anónimas, sino que es una comunidad de personas libres y responsables, organizadas para convivir en el respeto y servicio.
            El capítulo segundo de la constitución conciliar, iluminando sus enseñanzas con la revelación divina, nos habla ampliamente del sentido de la comunidad humana, donde encontramos las principales características de una sociedad nueva que no es sino la vivencia de lo que debe ser una verdadera comunidad. Es verdad que los progresos técnicos y científicos han facilitado la comunicación y la interrelación de los seres humanos y los pueblos. Sin embargo, debemos dar un gigante salto hacia lo que nuestra constitución califica como “la perfección del coloquio fraterno” (Gaudium et spes 23) que trasciende hacia la hondura de una comunidad de personas que se respetan y se aman: “El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes 24).
            Una de estas características es la interdependencia entre las personas y la sociedad. Recuerdo un afiche de los años setenta del siglo pasado donde presentaba la imagen de un joven cargando sobre su espalda a otro sin piernas, con un escrito que rezaba: “No es una carga, es mi hermano”. Es, pues, uno de esos testimonios más elocuentes que un discurso. En este sentido, dice la Iglesia, que “la vida social no es para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación” (Gaudium et spes 25). No hay dudas, para vivir feliz y con dignidad, nos necesitamos.
            Este es el significado del principio del bien común, que se descubre no porque lo estudiamos o porque lo deducimos de la lógica, sino porque lo experimentamos al aceptar a los demás con sus derechos. Especialmente, cuando Jesús nos lo presenta con sus obras y sus palabras. Para Él, hacer el bien está por encima de cualquier culto o tradición: “¿Qué está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿Salvar una vida o destruirla?” (Lc 6,9). Este es el sentido: “El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El mismo Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado… Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad (Gaudium et spes 26).
            Quiero destacar dos valores más que hoy es sumamente necesario interiorizar y practicar, para la construcción de la nueva sociedad que queremos. En primer lugar, el respeto y amor a los adversarios. Para su comprensión, basta leer el numeral 28 de la Gaudium et spes que sentencia: “Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo”. En esto Jesús es radical: Amen también a sus enemigos, hagan el bien también a los que los odian (cf. Mt 5,43-44). Recuerdo haber leído del pensador francés Emmanuel Mounier que el secreto de un político cristiano es descubrir dónde está el hermano para servirle con amor, no dónde está el enemigo para atacarlo. Refiriéndose a la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37).
            El otro es la responsabilidad en correlación con la participación. He predicado muchas veces a futuros profesionales que no podemos darnos el lujo de ser mediocres, incompetentes, irresponsables ni deshonestos. Nuestra sociedad es vieja, caduca e inhumana, porque la falta de un compromiso social responsable, competente y honesto nos destruye como personas humanas. La sociedad se renueva con la participación responsable de cada uno.
El texto con el cual termino esta reflexión goza de mi más grata preferencia: “No puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios y a los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive” (Gaudium et spes 31).
            Maracaibo, 14 de junio de 2015

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