Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
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XI Domingo Ordinario
Sembrar la Palabra de Dios en el corazón de
cada ser humano produce el maravilloso fruto de una persona nueva, según el
modelo de Cristo Jesús, para la construcción de una nueva sociedad que tiene su
plena realización en el reinado de Dios. Esta tarea es una de las más queridas
por la Iglesia Latinoamericana e integrada en la misión evangelizadora.
Ciertamente, anunciar el Evangelio de Jesús nos compromete en la construcción
de una sociedad distinta, donde se viva la novedad de sus valores fundamentales
de la vida, la verdad, la justicia, la paz. Una sociedad de amor fraterno: “El
Espíritu del Señor impulsa al Pueblo de Dios en la historia a discernir los
signos de los tiempos y a descubrir en los más profundos anhelos y problemas de
los seres humanos, el plan de Dios sobre la vocación del hombre en la construcción
de la Sociedad, para hacerla más humana, justa y fraterna” (Puebla 1128).
Esta
tarea a la que estamos todos comprometidos, supone una visión cristiana de la
persona humana que parte por aceptar que la tierra entera es una casa pequeña
donde convivimos todos y, so pena de negarnos nuestro progreso personal, no
podemos excluir a nadie. Más que vivir, convivimos. Es nuestro deber reconocer
que cada ser humano es un hijo de Dios y formamos una sola familia. En esta
reflexión seguimos a la constitución Gaudium
et spes del Vaticano II que opta por un humanismo integral, donde se
contempla al ser humano en su justo valor frente a Dios y al mundo. Reafirmando
su propia identidad, la persona humana se reconoce con vocación comunional. Que
la sociedad no es un montón de seres y cosas anónimas, sino que es una
comunidad de personas libres y responsables, organizadas para convivir en el
respeto y servicio.
El
capítulo segundo de la constitución conciliar, iluminando sus enseñanzas con la
revelación divina, nos habla ampliamente del sentido de la comunidad humana,
donde encontramos las principales características de una sociedad nueva que no
es sino la vivencia de lo que debe ser una verdadera comunidad. Es verdad que
los progresos técnicos y científicos han facilitado la comunicación y la
interrelación de los seres humanos y los pueblos. Sin embargo, debemos dar un
gigante salto hacia lo que nuestra constitución califica como “la perfección
del coloquio fraterno” (Gaudium et spes
23) que trasciende hacia la hondura de una comunidad de personas que se
respetan y se aman: “El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado
por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega
sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium
et spes 24).
Una de
estas características es la interdependencia entre las personas y la sociedad.
Recuerdo un afiche de los años setenta del siglo pasado donde presentaba la
imagen de un joven cargando sobre su espalda a otro sin piernas, con un escrito
que rezaba: “No es una carga, es mi hermano”. Es, pues, uno de esos testimonios
más elocuentes que un discurso. En este sentido, dice la Iglesia, que “la vida
social no es para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato
con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos,
la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para
responder a su vocación” (Gaudium et spes
25). No hay dudas, para vivir feliz y con dignidad, nos necesitamos.
Este es
el significado del principio del bien común, que se descubre no porque lo
estudiamos o porque lo deducimos de la lógica, sino porque lo experimentamos al
aceptar a los demás con sus derechos. Especialmente, cuando Jesús nos lo
presenta con sus obras y sus palabras. Para Él, hacer el bien está por encima
de cualquier culto o tradición: “¿Qué está permitido hacer en sábado, el bien o
el mal? ¿Salvar una vida o destruirla?” (Lc 6,9). Este es el sentido: “El orden
social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de
la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al
contrario. El mismo Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido
hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado… Para cumplir todos estos
objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas
reformas de la sociedad (Gaudium et spes
26).
Quiero
destacar dos valores más que hoy es sumamente necesario interiorizar y
practicar, para la construcción de la nueva sociedad que queremos. En primer
lugar, el respeto y amor a los adversarios. Para su comprensión, basta leer el
numeral 28 de la Gaudium et spes que
sentencia: “Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia
social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro
respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de
su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el
diálogo”. En esto Jesús es radical: Amen también a sus enemigos, hagan el bien
también a los que los odian (cf. Mt 5,43-44). Recuerdo haber leído del pensador
francés Emmanuel Mounier que el secreto de un político cristiano es descubrir
dónde está el hermano para servirle con amor, no dónde está el enemigo para
atacarlo. Refiriéndose a la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37).
El otro
es la responsabilidad en correlación con la participación. He predicado muchas
veces a futuros profesionales que no podemos darnos el lujo de ser mediocres,
incompetentes, irresponsables ni deshonestos. Nuestra sociedad es vieja, caduca
e inhumana, porque la falta de un compromiso social responsable, competente y
honesto nos destruye como personas humanas. La sociedad se renueva con la
participación responsable de cada uno.
El texto con el cual termino esta reflexión
goza de mi más grata preferencia: “No puede llegarse a este sentido de la
responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le
permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación,
entregándose a Dios y a los demás. La libertad humana con frecuencia se
debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se
envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra
como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el
hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las
multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la
comunidad en que vive” (Gaudium et spes
31).
Maracaibo, 14 de junio de 2015
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