lunes, 12 de julio de 2010

La Iglesia y nosotros

Antonio Sánchez-García
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Por todo eso, porque sé adónde nos puede llevar esta locura en que una parte de nuestro país está empeñado y porque conozco personalmente al cardenal Urosa, a Baltasar Porras y a todos los miembros de la Conferencia Episcopal Venezolana, y puedo dar fe de su inmensa grandeza y generosidad, es que me aflige en lo más profundo de mi corazón el desatino, el irrespeto, la acometida suicida del presidente de la república contra ellos, nuestra iglesia y la feligresía. Una acometida contra el corazón profundo de nuestra bien-amada Venezuela.
Como lo saben algunos de mis amigos, mi padre fue uno de los primeros chóferes de taxis que existieron en Santiago. Murió a los 85 años, sentado en su destartalado carrito, cumpliendo por lo que consideraba era su deber y disciplinado como pocos en el respeto a la cultura del trabajo, que enseña que un hombre se entrega a la muerte cuando abandona sus obligaciones laborales. No necesitaba hacerlo, pero lo hacía madrugando cada día en cuanto despuntaba el alba. Era comunista. Y católico. Lo que en él no parecía contradictorio. Viajaba a diario a Valparaíso, a 120 kilómetro de Santiago, y jamás dejó de cumplir dos obligaciones que confirmaban la perfecta armonía con que en él convivían una posición política con una creencia religiosa.
Era la primera de ellas comprar una veintena de ejemplares de El Siglo, el periódico del partido, que lanzaba a las cuadrillas de trabajadores que cumplían alguna faena en la vía. La segunda era detenerse un momento y con cierta solemnidad, luego de explicárselo a sus pasajeros, para depositarle un óbolo a la Virgen de Lo Vásquez. Frente a cuya hermosa imagen, arrodillado, rezaba un Ave María.
No era el único. La cultura chilena es profundamente católica y fundamenta la vida espiritual y cultural de sus ciudadanos independientemente de cuán observante se sea. Quien haya sufrido un grave contratiempo en la vida, puede imaginarse a qué me refiero. En caso de un doloroso infortunio, como la muerte de un ser querido, el peor de todos ellos, lo primero que se nos viene a la mente son los sagrados principios cristianos, que nos ayudan a sobrellevar el dolor de una vida que suele darnos prueba de insoportables adversidades.
Tal vez por esa catolicidad tan profundamente chilena, los graves errores que cometiéramos durante los atribulados años de la Unidad Popular jamás llegaron al extremo de atacar u ofender a la iglesia Católica, a sus prelados, a sus máximas autoridades. Por muy ateo que se quisiera don Salvador Allende, lo era como lo era mi padre: de los dientes afuera. En lo profundo de su corazón, como en el de toda la izquierda chilena, estaba esa cultura raigal, visceral, profundamente chilena del cristianismo con que se nos amamantara desde la más temprana infancia. Entre mis más bellos recuerdos está la celebración del Mes de María, en Noviembre, en esos maravillosos atardeceres de la chilenidad. En un pasaje de la humilde calle en que vivíamos se reunía todo el vecindario a rezarle a María, la madre de Dios. Madre, eso nos fue inculcado, de todos los hombres. Sin importar la posición social ni ideologías. Culminaba el Mes de María con una procesión en que los creyentes de todos los barrios de Santiago convergían hacia la iglesia mayor de la localidad. El país se movilizaba con antorchas, velas y la imagen de la virgen por las calles de Santiago. Y de Chile entero.
Esa profunda cristiandad de los chilenos la conocía el cardenal Silva Henríquez. Quien agotó todos sus esfuerzos, mano a mano junto a Salvador Allende, por encontrarle una salida política a la grave encrucijada en que nos encontrábamos. Sabedor de la terrible tragedia que se nos venía encima. Y una vez desatada, con su saldo de tristeza, desolación, muerte y miseria, no cesó en poner la iglesia al servicio de los perseguidos, de los dolientes, de los sacrificados. Sin la Iglesia, Chile jamás hubiera salido de la dictadura.
Por todo eso, porque sé adónde nos puede llevar esta locura en que una parte de nuestro país está empeñado y porque conozco personalmente al cardenal Urosa, a Baltasar Porras y a todos los miembros de la Conferencia Episcopal Venezolana, y puedo dar fe de su inmensa grandeza y generosidad, es que me aflige en lo más profundo de mi corazón el desatino, el irrespeto, la acometida suicida del presidente de la república contra ellos, nuestra iglesia y la feligresía. Una acometida contra el corazón profundo de nuestra bienamada Venezuela.
Dios, siempre sabio y misericordioso, pueda darle luces al presidente de la república para que comprenda el abismo al que nos lleva. Y detenga a tiempo la mano asesina que empuña el arma de quienes traicionan nuestros más sagrados principios.

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