Esta homilia es pronunciada por el Papa el sábado 5 de febrero en la Eucaristía celebrada en la Basílica de San Pedro (Roma), donde consagró al Arzobispo Maracucho Mons. Edgar Peña
¡Queridos hermanos y hermanas!
Saludo con afecto a estos cinco Hermanos Presbíteros que dentro de poco recibirán la Ordenación Episcopal: monseñor Savio Hon Tai-Fai, monseñor Marcello Bartolucci, monseñor Celso Morga Iruzubieta, monseñor Antonio Guido Filipazzi y monseñor Edgar Peña Parra. Deseo expresarles mi gratitud y la de la Iglesia por el servicio llevado a cabo hasta ahora con generosidad y dedicación y formular la invitación a acompañarles con la oración en el ministerio al que son llamados en la Curia Romana y en las Representaciones Pontificias como Sucesores de los Apóstoles, para que sean siempre iluminados y guiados por el Espíritu Santo en la mies del Señor.
“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc 10, 2). Esta palabra del Evangelio de la Misa de hoy nos toca particularmente de cerca en este momento. Es la hora de la misión: el Señor os manda, queridos amigos, a su mies. Debéis cooperar en ese encargo de que habla el profeta Isaías en la primera lectura: “El me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos” (Is 61, 1). Este es el trabajo por la mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles el alegre anuncio que no es solo palabra, sino acontecimiento: Dios, Él mismo, ha venido entre nosotros. El nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto, hacia sí mismo, y así el corazón destrozado es curado. Demos gracias al Señor porque manda trabajadores a la mies de la historia del mundo. Le damos gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho que sí y porque ahora pronunciaréis nuevamente vuestro “sí” a ser trabajadores del Señor para los hombres.
“La mies es abundante” - también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, vuelven las espaldas a Dios y consideren la fe una cosa del pasado – existe aún el anhelo de que finalmente se restablezcan la justicia, el amor, la paz, que la pobreza y el sufrimiento sean superados, que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso allí donde es negado. Precisamente en este momento el trabajo en el campo de Dios es particularmente urgente y precisamente en este momento sentimos de manera particularmente dolorosa la verdad de la palabra de Jesús: “los trabajadores son pocos”. Al mismo tiempo el Salvador nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes mandemos obreros a la mies; que no es una cuestión de management, de nuestra capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede mandar Dios mismo. Pero Él los quiere mandar a través de la puerta de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar para la llegada de los obreros, pero podemos hacerlo solo cooperando con Dios. Así esta hora del agradecimiento por la realización de un envío en misión es, de modo particular, también la hora de la oración: Señor, ¡manda obreros a tu mies! ¡Abre los corazones a tu llamada! ¡No permitas que nuestra súplica sea en vano!
La liturgia de la jornada de hoy nos da por tanto dos definiciones de vuestra misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al señorío de Dios, para que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Y además vuestro ministerio es descrito como cooperación a la misión de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, dado a Él en cuanto Mesías, el Hijo ungido por Dios. La Carta a los Hebreos – la segunda lectura – completa también esto a partir de la imagen del sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.
Pero quisiera decir también algo sobre cómo esta gran tarea debe llevarse a cabo en la práctica – sobre qué exige concretamente de nosotros. Para la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, las comunidades cristianas de Jerusalén habían elegido este año las palabras de los hechos de los Apóstoles, en las que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). En estos cuatro elementos básicos del ser Iglesia se describe al mismo tiempo también la tarea esencial de sus Pastores. Los cuatro elementos se mantienen juntos mediante la expresión “se reunían asiduamente” – eran perseverantes: la Biblia latina traduce así la expresión griega προσκαρτερέω: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del ser cristianos y es fundamental para la tarea de los Pastores, de los trabajadores en la mies del Señor. El Pastor no debe ser una caña de pantano que se dobla según sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, el valor de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo esencial al deber del Pastor. No debe ser una caña de pantano, sino más bien – según la imagen del salmo 1 – debe ser como un árbol que tiene las raíces profundas, en las que está firme y bien fundado. Esto no tiene nada que ver con la rigidez o con la inflexibilidad. Sólo donde hay estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino fue marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Pero sus tres conversiones y las transformaciones que tuvieron lugar en ellas son sin embargo un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la verdad, hacia Dios: el camino de la verdadera continuidad que precisamente así hace progresar.
“Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles” – la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente Él ha hablado. Ha hecho realmente algo y ha dicho realmente algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, un confiarse a Dios, una relación viva con Él. Pero el Dios el que nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra. La Iglesia antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la llamada Regula fidei, que sustancialmente es idéntica a las Profesiones de Fe. Este es el fundamento confiable, sobre el que los cristianos nos basamos también hoy. Es la base segura sobre la que podemos construir la casa de nuestra fe, de nuestra vida (cfr. Mt 7, 24ss). Y de nuevo, la estabilidad y la definitividad de lo que creemos no significan rigidez. Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la que descubrimos cada vez nuevos tesoros – tesoros en los que se desarrolla la única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como Pastores de la Iglesia vivimos de esta fe y así podemos también anunciarla como el alegre anuncio que nos hace seguros del amor de Dios y del ser nosotros amados por Él.
El segundo pilar de la existencia eclesial. San Lucas lo llama κοινωνία - communio. Tras el Concilio Vaticano II, este término se ha convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la vida eclesial. Lo que Lucas quería expresar precisamente con esa palabra en este texto, no lo sabemos. Podemos por tanto comprenderla tranquilamente en base al contexto global del Nuevo Testamento y de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la dio san Juan al principio de su Primera Carta: Lo que hemos visto y oído, lo que nuestras manos han tocado, os lo anunciamos, para que esteis en communio con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo (cfr. 1 Jn 1, 1-4). Dios por nosotros se hizo visible y tocable y así creó una comunión real consigo mismo. Entramos en esa comunión a través de creer y vivir junto con aquellos que Lo tocaron. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos ciertamente Lo vemos, y tocamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente entretejidas una con otra. Estando en comunión con los Apóstoles, permaneciendo en su fe, nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo. Queridos amigos, a este fin sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la Sucesión apostólica: conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo visible y tangible y así tener abierto el Cielo, la presencia de Dios en medio de nosotros. Solo mediante la comunión con los Sucesores de los Apóstoles estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale también a la inversa: solo gracias a la comunión con Dios, solo gracias a la comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida. Obispos no se es nunca solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre solo en el colegio de los obispos. Esto, además, no puede encerrarse en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece en entramado de todas las generaciones, la Iglesia viviente de todos los tiempos. Vosotros, queridos Hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión católica. Sabed que el Señor ha encargado a san Pedro y a sus sucesores ser el centro de esta comunión, los garantes del estar en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra ayuda para que permanezca viva la alegría por la gran unidad de la Iglesia, por la comunión de todos los lugares y tiempos, por la comunión de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el corazón, día a día, su centro más profundo en ese momento sagrado en el que el Señor mismo se entrega en la santa Comunión.
Con ello llegamos ya al elemento sucesivo fundamental de la existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás a los discípulos de Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto del partir el pan. Y desde allí, la mirada vuelve aún más atrás, al momento de la Última Cena, en el que Jesús, al partir el pan, de distribuyó a sí mismo, se hizo pan por nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan – la santa Eucaristía es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. El Resucitado entra en mi intimidad y quiere transformarme para hacerme entrar en una profunda comunión con Él. Así me abre también a todos los demás: nosotros, los muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san Pablo (cfr. 1 Cor 10, 17). Intentemos celebrar la Eucaristía con una dedicación, un fervor cada vez más profundo, intentemos plantearnos los días según su medida, intentemos dejarnos plasmar por ella. Partir el pan – con ello se expresa al mismo tiempo también el compartir, el transmitir nuestro amor a los demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claro precisamente del versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al citado hace poco: “Todos los creyentes … ponían lo suyo en común”, dice Lucas (2, 44). Estemos atentos a que la fe se exprese siempre en el amor y la justicia de unos hacia otros y que nuestra praxis social sea inspirada por la fe; que la fe sea vivida en el amor.
Como último pilar de la existencia eclesial, Lucas menciona “las oraciones”. Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto? Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes en la oración. Así ilumina una cosa importante. La oración, por una parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe ser mi lucha con Él, mi búsqueda de Él, mi acción de gracias para Él y mi alegría en Él. Con todo, nunca es solamente algo privado de mi “yo” individual, que no tiene que ver con los demás. Orar es esencialmente siempre también un rezar en el “nosotros” de los hijos de Dios. Solo en este “nosotros” somos hijos de nuestro Padre, que el Señor nos enseñó a rezar. Sólo este “nosotros” nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar cada vez más profundamente en el núcleo de nuestro “yo”. Por la otra, debe nutrirse siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo, para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así rezar, en última instancia, no es una actividad entre las demás, un cierto rincón de mi tiempo. Rezar es la respuesta al imperativo que está en el Canon en la Celebración eucarística: Sursum corda – levantad vuestros corazones. Es el ascender de mi existencia hasta la altura de Dios. En san Gregorio Magno se encuentra una bella palabra al respecto. Él recuerda que Jesús llama a Juan Bautista una “lámpara que arde y resplandece” (Jn 5, 35) y continua: “ardiente por el deseo celeste, resplandeciente por la palabra. Por tanto, para que se conserve la veracidad del anuncio, debe ser conservada la altura de la vida” (Hom. in Ez. 1, 11, 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, la podemos encontrar solo si en la oración nos dejamos atraer continuamente por Él hacia su altura.
Duc in altum (Lc 5, 4) – Rema mar adentro y echa las redes para la pesca. Esto dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a ser “pescadores de hombres”. Duc in altum – el papa Juan Pablo II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en voz alta a los discípulos del Señor hoy. Duc in altum – os dice el Señor en este momento. Habéis sido llamados a cargos que implican a la Iglesia universal. Sois llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlos, por así decirlos, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la que la luz del cielo no penetra. Debéis llevarles a la tierra de la vida, a la comunión con Jesucristo.
En un pasaje del primer libro de su obra sobre la Santísima Trinidad, san Hilario de Poitiers prorrumpe de repente en una oración: por esto rezo “para que hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de nuestra profesión con el soplo de Tu Espíritu y me empuje adelante en la travesía de mi anuncio” (i 37 ccl 62, 35s). Sí, para esto rezamos ahora por vosotros, queridos amigos. Desplegad por tanto las velas de vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, para que el Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un bendito viaje como pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Saludo con afecto a estos cinco Hermanos Presbíteros que dentro de poco recibirán la Ordenación Episcopal: monseñor Savio Hon Tai-Fai, monseñor Marcello Bartolucci, monseñor Celso Morga Iruzubieta, monseñor Antonio Guido Filipazzi y monseñor Edgar Peña Parra. Deseo expresarles mi gratitud y la de la Iglesia por el servicio llevado a cabo hasta ahora con generosidad y dedicación y formular la invitación a acompañarles con la oración en el ministerio al que son llamados en la Curia Romana y en las Representaciones Pontificias como Sucesores de los Apóstoles, para que sean siempre iluminados y guiados por el Espíritu Santo en la mies del Señor.
“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc 10, 2). Esta palabra del Evangelio de la Misa de hoy nos toca particularmente de cerca en este momento. Es la hora de la misión: el Señor os manda, queridos amigos, a su mies. Debéis cooperar en ese encargo de que habla el profeta Isaías en la primera lectura: “El me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos” (Is 61, 1). Este es el trabajo por la mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles el alegre anuncio que no es solo palabra, sino acontecimiento: Dios, Él mismo, ha venido entre nosotros. El nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto, hacia sí mismo, y así el corazón destrozado es curado. Demos gracias al Señor porque manda trabajadores a la mies de la historia del mundo. Le damos gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho que sí y porque ahora pronunciaréis nuevamente vuestro “sí” a ser trabajadores del Señor para los hombres.
“La mies es abundante” - también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, vuelven las espaldas a Dios y consideren la fe una cosa del pasado – existe aún el anhelo de que finalmente se restablezcan la justicia, el amor, la paz, que la pobreza y el sufrimiento sean superados, que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso allí donde es negado. Precisamente en este momento el trabajo en el campo de Dios es particularmente urgente y precisamente en este momento sentimos de manera particularmente dolorosa la verdad de la palabra de Jesús: “los trabajadores son pocos”. Al mismo tiempo el Salvador nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes mandemos obreros a la mies; que no es una cuestión de management, de nuestra capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede mandar Dios mismo. Pero Él los quiere mandar a través de la puerta de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar para la llegada de los obreros, pero podemos hacerlo solo cooperando con Dios. Así esta hora del agradecimiento por la realización de un envío en misión es, de modo particular, también la hora de la oración: Señor, ¡manda obreros a tu mies! ¡Abre los corazones a tu llamada! ¡No permitas que nuestra súplica sea en vano!
La liturgia de la jornada de hoy nos da por tanto dos definiciones de vuestra misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al señorío de Dios, para que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Y además vuestro ministerio es descrito como cooperación a la misión de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, dado a Él en cuanto Mesías, el Hijo ungido por Dios. La Carta a los Hebreos – la segunda lectura – completa también esto a partir de la imagen del sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.
Pero quisiera decir también algo sobre cómo esta gran tarea debe llevarse a cabo en la práctica – sobre qué exige concretamente de nosotros. Para la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, las comunidades cristianas de Jerusalén habían elegido este año las palabras de los hechos de los Apóstoles, en las que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). En estos cuatro elementos básicos del ser Iglesia se describe al mismo tiempo también la tarea esencial de sus Pastores. Los cuatro elementos se mantienen juntos mediante la expresión “se reunían asiduamente” – eran perseverantes: la Biblia latina traduce así la expresión griega προσκαρτερέω: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del ser cristianos y es fundamental para la tarea de los Pastores, de los trabajadores en la mies del Señor. El Pastor no debe ser una caña de pantano que se dobla según sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, el valor de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo esencial al deber del Pastor. No debe ser una caña de pantano, sino más bien – según la imagen del salmo 1 – debe ser como un árbol que tiene las raíces profundas, en las que está firme y bien fundado. Esto no tiene nada que ver con la rigidez o con la inflexibilidad. Sólo donde hay estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino fue marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Pero sus tres conversiones y las transformaciones que tuvieron lugar en ellas son sin embargo un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la verdad, hacia Dios: el camino de la verdadera continuidad que precisamente así hace progresar.
“Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles” – la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente Él ha hablado. Ha hecho realmente algo y ha dicho realmente algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, un confiarse a Dios, una relación viva con Él. Pero el Dios el que nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra. La Iglesia antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la llamada Regula fidei, que sustancialmente es idéntica a las Profesiones de Fe. Este es el fundamento confiable, sobre el que los cristianos nos basamos también hoy. Es la base segura sobre la que podemos construir la casa de nuestra fe, de nuestra vida (cfr. Mt 7, 24ss). Y de nuevo, la estabilidad y la definitividad de lo que creemos no significan rigidez. Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la que descubrimos cada vez nuevos tesoros – tesoros en los que se desarrolla la única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como Pastores de la Iglesia vivimos de esta fe y así podemos también anunciarla como el alegre anuncio que nos hace seguros del amor de Dios y del ser nosotros amados por Él.
El segundo pilar de la existencia eclesial. San Lucas lo llama κοινωνία - communio. Tras el Concilio Vaticano II, este término se ha convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la vida eclesial. Lo que Lucas quería expresar precisamente con esa palabra en este texto, no lo sabemos. Podemos por tanto comprenderla tranquilamente en base al contexto global del Nuevo Testamento y de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la dio san Juan al principio de su Primera Carta: Lo que hemos visto y oído, lo que nuestras manos han tocado, os lo anunciamos, para que esteis en communio con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo (cfr. 1 Jn 1, 1-4). Dios por nosotros se hizo visible y tocable y así creó una comunión real consigo mismo. Entramos en esa comunión a través de creer y vivir junto con aquellos que Lo tocaron. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos ciertamente Lo vemos, y tocamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente entretejidas una con otra. Estando en comunión con los Apóstoles, permaneciendo en su fe, nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo. Queridos amigos, a este fin sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la Sucesión apostólica: conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo visible y tangible y así tener abierto el Cielo, la presencia de Dios en medio de nosotros. Solo mediante la comunión con los Sucesores de los Apóstoles estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale también a la inversa: solo gracias a la comunión con Dios, solo gracias a la comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida. Obispos no se es nunca solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre solo en el colegio de los obispos. Esto, además, no puede encerrarse en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece en entramado de todas las generaciones, la Iglesia viviente de todos los tiempos. Vosotros, queridos Hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión católica. Sabed que el Señor ha encargado a san Pedro y a sus sucesores ser el centro de esta comunión, los garantes del estar en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra ayuda para que permanezca viva la alegría por la gran unidad de la Iglesia, por la comunión de todos los lugares y tiempos, por la comunión de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el corazón, día a día, su centro más profundo en ese momento sagrado en el que el Señor mismo se entrega en la santa Comunión.
Con ello llegamos ya al elemento sucesivo fundamental de la existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás a los discípulos de Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto del partir el pan. Y desde allí, la mirada vuelve aún más atrás, al momento de la Última Cena, en el que Jesús, al partir el pan, de distribuyó a sí mismo, se hizo pan por nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan – la santa Eucaristía es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. El Resucitado entra en mi intimidad y quiere transformarme para hacerme entrar en una profunda comunión con Él. Así me abre también a todos los demás: nosotros, los muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san Pablo (cfr. 1 Cor 10, 17). Intentemos celebrar la Eucaristía con una dedicación, un fervor cada vez más profundo, intentemos plantearnos los días según su medida, intentemos dejarnos plasmar por ella. Partir el pan – con ello se expresa al mismo tiempo también el compartir, el transmitir nuestro amor a los demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claro precisamente del versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al citado hace poco: “Todos los creyentes … ponían lo suyo en común”, dice Lucas (2, 44). Estemos atentos a que la fe se exprese siempre en el amor y la justicia de unos hacia otros y que nuestra praxis social sea inspirada por la fe; que la fe sea vivida en el amor.
Como último pilar de la existencia eclesial, Lucas menciona “las oraciones”. Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto? Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes en la oración. Así ilumina una cosa importante. La oración, por una parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe ser mi lucha con Él, mi búsqueda de Él, mi acción de gracias para Él y mi alegría en Él. Con todo, nunca es solamente algo privado de mi “yo” individual, que no tiene que ver con los demás. Orar es esencialmente siempre también un rezar en el “nosotros” de los hijos de Dios. Solo en este “nosotros” somos hijos de nuestro Padre, que el Señor nos enseñó a rezar. Sólo este “nosotros” nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar cada vez más profundamente en el núcleo de nuestro “yo”. Por la otra, debe nutrirse siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo, para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así rezar, en última instancia, no es una actividad entre las demás, un cierto rincón de mi tiempo. Rezar es la respuesta al imperativo que está en el Canon en la Celebración eucarística: Sursum corda – levantad vuestros corazones. Es el ascender de mi existencia hasta la altura de Dios. En san Gregorio Magno se encuentra una bella palabra al respecto. Él recuerda que Jesús llama a Juan Bautista una “lámpara que arde y resplandece” (Jn 5, 35) y continua: “ardiente por el deseo celeste, resplandeciente por la palabra. Por tanto, para que se conserve la veracidad del anuncio, debe ser conservada la altura de la vida” (Hom. in Ez. 1, 11, 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, la podemos encontrar solo si en la oración nos dejamos atraer continuamente por Él hacia su altura.
Duc in altum (Lc 5, 4) – Rema mar adentro y echa las redes para la pesca. Esto dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a ser “pescadores de hombres”. Duc in altum – el papa Juan Pablo II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en voz alta a los discípulos del Señor hoy. Duc in altum – os dice el Señor en este momento. Habéis sido llamados a cargos que implican a la Iglesia universal. Sois llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlos, por así decirlos, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la que la luz del cielo no penetra. Debéis llevarles a la tierra de la vida, a la comunión con Jesucristo.
En un pasaje del primer libro de su obra sobre la Santísima Trinidad, san Hilario de Poitiers prorrumpe de repente en una oración: por esto rezo “para que hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de nuestra profesión con el soplo de Tu Espíritu y me empuje adelante en la travesía de mi anuncio” (i 37 ccl 62, 35s). Sí, para esto rezamos ahora por vosotros, queridos amigos. Desplegad por tanto las velas de vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, para que el Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un bendito viaje como pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.
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