martes, 23 de diciembre de 2014

La Sagrada Familia de Jesús

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

Reflexión Semanal 5
Primer domingo de Navidad


            El 25 de diciembre es el día solemne de la Navidad del Señor. La Virgen ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios. Este acontecimiento histórico es central en la fe cristiana. El nombre hebreo “Jesús”, aunque común en su cultura, en Él guarda un gran misterio. Este nombre significa “Dios salva”. Ciertamente, la persona de Jesús es la presencia de Dios que salva a la humanidad del pecado y sus consecuencias. También le dan el nombre de “Emmanuel” (cf. Mt 1,23; Is 7,14), que quiere decir “Dios-con-nosotros”. Este es el misterio revelado en la persona de Jesucristo, “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Quien ve y ama al Hijo, ve y ama al Padre eterno que, con el Espíritu Santo, es una Comunidad de Amor. Tres personas íntimamente relacionadas en el amor perfecto, que es un solo Dios. Por eso, Dios no es soledad, es familia (Juan Pablo II, citado por Puebla 582), comunión de amor.
            El domingo siguiente a la Navidad, celebramos la grandeza humana y divina de la familia ante la bella imagen de la Sagrada Familia de Nazaret, la familia de Jesús, con su padre José y su madre María. Una excelente manera de contemplar cómo Dios, por y en el Hijo humanado, asume, bendice y dignifica tan grande realidad y la llena de un significado espiritual trascendente. Esta fiesta nos motiva a reflexionar sobre la visión cristiana de la familia, uno de los dones fundamentales que nos ha dado nuestro Creador. Porque Dios-Amor, es autor y modelo de la familia: Él “no creó al hombre solo: en efecto, desde el principio los creó hombre y mujer (Gén 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas. Pues, el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás” (Gaudium et spes 12). Y la familia es su más excelsa expresión.
            La Iglesia latinoamericana, en el documento de Puebla, nos ofrece una síntesis maravillosa que nos sirve de referencia para esta reflexión. Ciertamente, también debemos buscar en el misterio de Dios la naturaleza de la familia. Porque “la familia cristiana cultiva el espíritu de amor y de servicio. Cuatro relaciones fundamentales de la persona encuentran su pleno desarrollo en la vida de la familia: paternidad, filiación, hermandad, nupcialidad. Estas mismas relaciones componen la vida de la Iglesia: experiencia de Dios como Padre, experiencia de Cristo como hermano, experiencia de hijos en, con y por el Hijo, experiencia de Cristo como esposo de la Iglesia. La vida en la familia reproduce estas cuatro experiencias fundamentales y las participa en pequeño; son cuatro rostros del amor humano” (Puebla 583).
            Ahora bien, estos cuatro rostros humanos del amor son signos sacramentales de Dios: El amor del papá y la mamá actualiza misteriosamente el amor del Padre eterno. De manera que, al ver a un papá y a una mamá amando a sus hijos, vemos al Padre eterno con su divino amor. Igualmente, cuando vemos a los esposos amándose mutuamente, vemos cómo Cristo ama a su Iglesia y cómo la Iglesia ama a Cristo, que es el misterio sacramental del matrimonio al que se refiere san Pablo (cf. Ef 5,21-33).
De la misma manera vemos el amor del Hijo de Dios, por el Espíritu de amor, amando al Padre, cuando los hijos aman a sus padres. También aquí conviene recomendar los mismos deberes familiares que san Pablo da a los efesios, aunque en un contexto diferente al nuestro: “Hijos, obedezcan a sus padres como agrada al Señor. Porque esto es justo… y ustedes, padres no maltraten a sus hijos, sino más bien edúquenlos con la disciplina y la instrucción que quiere el Señor” (Ef 6,1-4). Y, no hay manifestación más clara del Reino de Dios, que el amor mutuo entre los hermanos. La experiencia nos dice que la felicidad más grande de los padres consiste en observar que sus hijos se aman entre sí.

Los venezolanos estamos acostumbrados a reconciliarnos en el interior de la familia en estos tiempos de navidad, para que, cuando el reloj marque el primer segundo del nuevo año, podamos abrazarnos sin reservas, con libertad y sinceridad, con cariño y amor, con el deseo de que reine la felicidad para todos. Feliz años, atrás se queda los harapos del pecado y de los errores, de las ofensas y equivocaciones, de los resentimientos y odios; para revestirnos de personas nuevas y comenzar un renovado estilo de vida en familia, siguiendo los criterios del Evangelio de Jesús. La verdad más grande es el amor revelado por el Hijo de Dios quien, al nacer en la familia de María y José, nos abraza y nos hace participes de su Sagrada Familia.

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