lunes, 15 de diciembre de 2014

Reflexión Semanal 4: El Misterio de la Encarnación


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

            Pronto a celebrar la esperada fiesta de Navidad, la liturgia del cuarto domingo de Adviento nos invita a contemplar el acontecimiento que hizo pleno el tiempo, la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. Así se da cumplimiento al designio eterno de Dios (Rom 16,25-27). La mayor significación de este misterio está en el hecho de que “en Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del encuentro con Él” (Puebla 188).

            El acontecimiento se realiza en una mística visita del mensajero de Dios a una sencilla joven de un pequeño pueblo de Galilea, llamado Nazaret. Aunque el buen rey David quiere construir un monumental Templo como habitación de Dios, Éste prefiere habitar entre nosotros en el seno limpio y puro de una muchacha que, declarándose sierva del Señor, se convierte, por la gracia del Espíritu Santo, en la humilde Madre del Salvador. Sin embargo, siendo pobre la familia de María, goza de la estirpe mesiánica, la del rey David que se comunica por su prometido, el carpintero José. Por eso, a Jesús suelen llamarlo Hijo de David, porque hace realidad aquella promesa hecha al propio David de que su reino será eterno (2Sam 7,16).

            Este encuentro del Ángel y María, tan simple a los ojos del mundo, es un acto de grandeza humana. Si como imagen del Creador, la persona humana adquiere una alta dignidad por la participación divina; esta dignidad aumenta aún más cuando el Hijo del eterno Padre participa de nuestra naturaleza humana. Es un maravilloso intercambio de dones, Dios ofrece a su Hijo para que nosotros nos ofrezcamos al Padre y restablezcamos la comunión que habíamos perdido por el pecado. En el Hijo encarnado, se realiza la comunión de la divino con lo humano. La reconciliación de la Persona divina con las personas humanas.

            Para el Apóstol, la encarnación de Cristo, haciendo crecer la dignidad humana, es un gesto de humillación y entrega que se concreta en la total ofrenda de amor en la cruz: “…A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8). Es la revelación plena del amor del Padre que no quiere que ningún hijo se pierda, sino que viva eternamente. Este misterio explica por qué Jesús vive la entrega contante de su existencia que lo conduce al amor mayor, el sacrificio de la cruz, que le gana la victoria al pecado por el triunfo de la vida.

¿Cómo responder nosotros a tan grande amor? He aquí la cuestión fundamental de nuestra fe en el Hijo encarnado. La respuesta de fe es el acercamiento cada vez más sincero a Jesús. Recibirlo en nosotros para que, en y por nosotros, Él siga revelando a la humanidad su amor. Debemos dejar que actúe por nuestras obras. Así como lo hizo en su encarnación, siga sanando a los enfermos, sirviendo a los más pobres, bendiciendo a los niños, dignificando a las mujeres, acogiendo al que no tiene donde vivir, compartiendo con generosidad para que no sufran los necesitados, practicando la justicia, educando para la paz, valorando a las familias. En fin, que, por nuestras acciones y testimonio, Jesús siga actuando su salvación, encarnado en el mundo concreto en el que vivimos.

La Iglesia, sacramento de salvación, es la presencia encarnada del Hijo. Por eso, “solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia de darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos que esta es la fuerza de Dios (Rom 1,16) capaz de transformar nuestra realidad personal y social, y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del Reino de Dios” (Puebla 181).

No hay comentarios:

Publicar un comentario