Obispo de San Cristobal
Hace
algunos días recibimos la noticia del paso a la eternidad de un gran hombre de
Dios: el Cardenal Carlo María Martini, Arzobispo emérito de Milán. Antes de ser
elegido para la sede ambrosiana fue un sacerdote jesuita dedicado eminentemente
a la investigación y a la enseñanza. Profesor de Sagrada Escritura, Decano y
Rector del Instituto Bíblico de Roma, Rector de la Pontificia Universidad
Gregoriana. De trato franco y sencillo, dado a la amistad no rehuía el diálogo.
Buen profesor e inspirador de investigaciones para sus alumnos y discípulos.
Tuve la dicha y la gracia de haber sido uno de sus alumnos: me permitió
compartir con él en variadas ocasiones, y me contagió su amor por la Escritura
y la exégesis.
Fue
elegido y creado cardenal en el mismo consistorio que el Arzobispo de Caracas,
José Alí Lebrún. Entre ambos se cultivó una gran amistad. Cuando el Cardenal
Lebrún celebró sus cincuenta años de ministerio sacerdotal, el nos pidió a sus
obispos auxiliares que quería como regalo que el Cardenal Martini pudiera
dirigir unos ejercicios espirituales para el presbiterio de Caracas donde, por
supuesto él participaría. Hicimos los contactos y así fue. El Cardenal Martini
aceptó. Nos dirigió unos ejercicios basados en el profeta Jeremías. Con su
sencillez y su sabiduría nos fue llevando a través de los textos del profeta
para nuestro enriquecimiento espiritual.
Martini
se distinguió por compartir sus conocimientos: de ahí el número de sus
publicaciones. Muchas de ellas eran la transcripción de sus retiros. Otras eran
propuestas de carácter teológico y pastoral, con base en la Palabra de Dios.
Aunque muchos habían puesto en duda su sentido pastoral, pues pasaba de ser un
académico a guiar la Arquidiócesis de Milán, sin embargo, se distinguió por ser
un pastor de verdad: sus continuas visitas pastorales, su contacto directo con
los sacerdotes, sus enseñanzas a los jóvenes, la promoción de un proyecto
pastoral para Milán… Me impresionó oírle decir, en una de las varias
conversaciones que sostuve con él, que en sus primeros años de Arzobispo pudo
entrevistarse con todos los sacerdotes de su Iglesia local… y eran más de dos
mil.
De
verbo agradable, sabía hacerse entender. Supo conjugar su libertad de espíritu
con su prudencia y su fidelidad a la Iglesia. Al leer –así como al haberlo oído
enseñar o predicar- uno podía intuir que su amor por la Iglesia era grande. No
era de mucho protocolo, más bien le molestaba. Sus amigos y discípulos dan
testimonio de su capacidad de diálogo, aún en situaciones nada fáciles.
Se
nos ha adelantado a la casa del Padre. Podríamos hacer un ejercicio de
imaginación y así pensar que allí en la eternidad, acompañado de otros amigos y
compañeros del Bíblico –Lyonnet, De La Potterie, Alonso- estará dialogando con
la Palabra eterna, de la cual fue un servidor excelente este hombre de Dios.
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