martes, 14 de diciembre de 2010

La esperanza cristiana


Por Andrés Bravo
Capellán de la UNICA


El tema de reflexión que nos inspira el tiempo litúrgico del adviento es la esperanza. Pues, su sentido es la espera gozosa a Jesús que nos trae la liberación del pecado y sus consecuencias. La fiesta de navidad también nos habla de la esperanza que se experimenta en uno de los acontecimientos más grande de la historia, la irrupción de Dios que se hace carne y habita con nosotros. Porque Navidad es el amor de Dios vivido en su nivel más alto, expresado en el Emmanuel (Dios-con-nosotros). Si Dios está con nosotros todo es posible, porque para él nada hay imposible, tal como lo asegura el Ángel Gabriel a María de Nazaret.
Es así como la Virgen Madre se convierte en un ícono maravilloso que espera con alegría, el nacimiento de la nueva humanidad, asumiendo los sacrificios propios de su preñes. Podríamos decir que la esperanza cristiana es como una mujer encinta. Ella espera que se produzca el misterio de ser madre porque de sí misma nace la vida nueva que hace crecer y multiplicar el mundo.
Pero, el Hijo de Dios que irrumpe y conduce la historia hacia la eternidad gloriosa del Padre, nos enseña a vivir la esperanza en la acción. Ella es vocación, tarea y misión. Es dinamismo e inquietud. Se construye en el constante andar, haciendo camino. Nos realizamos como personas en el peregrinar histórico, a la vez que hacemos la historia construyendo el futuro orientado hacia la eternidad. Aquél que opta por el seguimiento de Jesús espera como lo hace la mujer encinta: cambia su estilo de vida, evita lo que pueda perjudicar y cultiva los valores que debe ofrecer al humano que nace. Sabe que Dios le ha dado un hijo, don maravilloso del amor. Por el hijo que gesta en su seno es responsable y la hace feliz todo sacrificio. Siempre hay posibilidad de un mundo mejor, cuando somos capaces, con la gracia divina como María, de salir de nosotros mismo al encuentro de los otros y asumimos con responsabilidad, competencia y honestidad la misión que tenemos ante una humanidad que experimenta dolores de parto.
Esto se fundamenta en el hecho revelado del misterio mismo del ser humano, creado por Dios a su imagen y semejanza. Somos un proyecto de Dios. Él es la fuente, el camino y la meta de nuestra existencia. En Él vivimos y existimos. De modo que no somos un azar en el mundo. Nuestra existencia se diferencia mucho de cualquier ser vivo que sólo sigue su proceso vital natural. No somos un árbol en una plaza, ni una mascota doméstica. Somos personas, señores del mundo y de la historia, capaces de hacer crecer y multiplicar a la humanidad, porque somos imagen del Creador. Podríamos decir que Dios nos hizo creadores como Él. El mundo bueno, digno del ser humano es nuestra responsabilidad. Si tenemos esperanza en la posibilidad de eso, es porque Dios está con nosotros y para Él nada es imposible.
Dios tuvo un gesto con su pueblo que da mayor sentido a nuestra esperanza y que vale la pena no olvidar. Se trata de que cuando el pueblo vivía una situación de esclavitud, subyugado por la tiranía del faraón, sin esperanza, sin fe, sin fuerza, sufriendo las injusticias y la deshumanización; Dios se hace Yahvé (Presencia) y elige a Moisés diciéndole que ha escuchado el gemido del pueblo sufrido y ha venido a liberarle. A partir de ese momento el pueblo, con la presencia activa de Yahvé, se moviliza y comienza el proceso largo y difícil de liberación. Dios lucha con su pueblo. El camino por el desierto es el mejor ejemplo de la esperanza liberadora. Un pueblo que peregrina confiando, entre plegarias y trabajos, entre caídas y levantadas, asumiendo los sacrificios propios del que decide cambiar la situación indigna y ser libre.
En la historia de la salvación encontramos muchos otros eventos de este misterio liberador que aún sigue orientando nuestra esperanza. El que celebramos en este tiempo litúrgico es el más pleno. El mismo Dios se hace humano, la eternidad se hace historia, se hace pueblo y habita con nosotros para seguir su proyecto liberador. Para Dios todo es posible. Es posible, como lo anuncia el Profeta, que la estéril pueda parir y poblar la tierra con vidas nuevas surgidas del misterio amoroso de Dios. Es posible que el pueblo, como la esposa abandonada y afligida, vuelva a ser llamado por Dios y recibido en su casa como la Señora amada. El Profeta asegura que la justicia hará más fuerte al pueblo para vivir libre de opresión y sin miedo. Así puede el pueblo mismo convertirse en la casa de todos, reunir en sí a todas las naciones, ensanchar su tierra de izquierda y de derecha para acoger a la humanidad entera, salvada por el Hijo que nace.
Es posible que el Dios eterno, todopoderoso, omnipotente y omnipresente, venga a nosotros en el seno de una humilde campesina y un obrero, en un pesebre, como niñito pequeñito casi insignificante, en un pequeño caserío palestino. Sin embargo, Él es nuestro Salvador. De este misterio en el que Dios se encarna vaciándose de sí mismo y ofreciéndose como víctima amorosa que culmina en la entrega del sacrificio de la cruz, es posible esperar la realización del reino de Dios. Porque el Hijo es ungido y enviado a cambiar la situación de dolor y sufrimiento en bienaventuranza. Eso será posible si nosotros le seguimos, asumiendo su causa: dar la libertad a los que están presos, liberar a los oprimidos, dar vista a los ciegos y anunciar a los pobres que hay una noticia buena para ellos. Cuando Juan el Bautista envió a sus discípulos a preguntar a Jesús si Él es el Cristo esperado, la promesa salvadora del Padre, ellos sólo podían testimoniar lo que veían y escuchaban: ciegos viendo, paralíticos caminando, leprosos limpios y curados, sordos escuchando, muertos resucitados. Es decir, un pueblo movilizado por la liberación. Hoy nosotros debemos hacer eso para que nuestro testimonio sea verdadero y nuestra esperanza posible.

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