jueves, 30 de diciembre de 2010

La paz como actitud de vida

Dr. Antonio Pérez Esclarín
Filósofo y teólogo, sobre todo, Maestro


Había una vez un rey que ofreció un gran premio al artista que lograra captar en una pintura la paz perfecta. Numerosos artistas presentaron sus cuadros en los que intentaron plasmar sus visiones de la paz. El rey, tras observar todas las pinturas, seleccionó dos que le habían impactado profundamente.
La primera recogía la imagen de un lago muy tranquilo. En él se reflejaban las montañas plácidas y sobre ellas un cielo inmensamente azul con unos tenues brochazos de nubes blanquecinas. Ciertamente, la visión del cuadro producía paz y todos estaban seguros que esta pintura sería la ganadora. La segunda pintura ofrecía un paisaje de montañas abruptas y escabrosas, sobre las que un cielo enfurecido descargaba una colosal tormenta de rayos y truenos. De la montaña caía un torrente impetuoso.
La gente no entendía cómo el rey la había seleccionado como finalista. Mayor fue su asombro cuando, después de largas cavilaciones, el rey la eligió como ganadora.
—Observen bien el cuadro —les dijo el rey al explicar su decisión-. Detrás de la cascada hay un pequeño arbusto que crece en la grieta de la roca. En el arbusto hay un nido con un pajarito que descansa tranquilo a pesar de la tormenta y del fragor de la cascada. Paz no significa vivir sin problemas ni conflictos, llevar una vida sin luchas ni sufrimientos. Paz significa tener el corazón tranquilo en medio de las dificultades.
Sólo los que tienen el corazón en paz podrán ser sembradores de paz y contribuirán a gestar un mundo mejor en medio de tantas violencias, tormentas y problemas. La lucha por la paz y la justicia debe comenzar en el corazón de cada persona. Ser pacífico o constructor de paz no implica adoptar posturas pasivas, ni ser sumiso, sino comprometerse y luchar por la verdad y la justicia.
Pero no seremos capaces de romper las cadenas externas de la injusticia, la violencia, la miseria, si no somos capaces de romper las cadenas internas del egoísmo, el odio, el consumismo…, que atenazan los corazones. No derrotaremos la corrupción, que actualmente corroe la entraña de la sociedad, con corazones apegados a la riqueza y el tener; no construiremos participación y democracia con corazones ávidos de poder; no estableceremos un mundo fraternal con corazones llenos de odio y de violencia.
Se acerca la Navidad, tiempo para la reflexión profunda, para el reencuentro, la fraternidad y la paz. De nada servirá decorar casas y oficinas, llenar de luces plazas y avenidas, poner pinos y pesebres en nuestros hogares, si no tenemos la disposición de cambiar nuestros corazones, de deponer toda actitud violenta, excluyente, vengativa. Hoy tenemos el peligro de ahogar las navidades en un consumismo desenfrenado o de vivirlas superficialmente, de un modo sensiblero, sin ahondar en su significado y en consecuencia, sin conversión profunda de nuestras actitudes y valores.
En Navidad celebramos el misterio de un Dios que se despoja de sus atributos divinos para nacer en la total precariedad. Aceptar a ese niño que tiembla de frío en un pesebre es aceptar a todos los excluidos, a todos los marginados, a todos los que sufren cualquier tipo de discriminación o de carencia; es aceptar la sencillez en lugar de la prepotencia, la fraternidad en vez de la dominación, el amor en vez del odio, el perdón en vez de la venganza.
En Belén los ángeles anunciaron el nacimiento del Niño con un mensaje de paz a los “hombres y mujeres de buena voluntad”, es decir a los sencillos y humildes de corazón, a los que se comprometen a actuar con honestidad y respeto.
En Navidad no celebramos el recuerdo del nacimiento de un niño hace más de dos mil años, que luego llegaría a ser un maestro famoso. Los nacimientos de los personajes ya muertos no se celebran. A nadie se le ocurre celebrar el nacimiento de Sócrates, de Pericles, de Virgilio, o incluso de nuestros familiares que ya se fueron. Celebramos el nacimiento de los que están vivos, de los que siguen con nosotros. Para los católicos y cristianos en general celebrar la Navidad es afirmar que Dios sigue con nosotros, que continúa naciendo en los corazones de todos aquellos que se comprometen a trabajar por la paz, por la justicia, por la inclusión; en todos los que eligen el servicio y el amor como proyecto de vida. Celebrar la Navidad es, en definitiva, convertirse a los valores de Jesús.
Celebrar la Navidad de espaldas a las necesidades de los demás es repetir la actitud de todos los que cerraron sus puertas a José y María cuando solicitaban posada. Celebrar la Navidad y alimentar el odio y la venganza es celebrar no a Jesús, sino a Herodes, que quiso matar al niño porque lo consideró una amenaza a su poder.

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