Luis Ugalde SJ
Un país sin esperanza es como un pájaro con alas cortadas. Los pueblos se vuelven irreconocibles cuando les matan el alma colectiva y creadora. Siempre me vuelve la deprimente imagen que hace 46 años se me grabó en la plaza principal del Cuzco al ver a aquellos indios doblados barriendo el piso con unas grandes ramas a modo de escobas. ¿Cómo se explica el abismo entre estos pobres y humillados hombres y sus antepasados que construyeron la maravilla del Templo del Sol o la ciudad sagrada de Machu Picchu? Son ellos mismos; ayer con sueños y alma creativa y hoy con la columna vertebral de su espíritu quebrada. Es un misterio el auge y la muerte de las culturas. Desde luego detrás de las obras culturales más admirables, como en las pirámides de Egipto o en asombrosos monumentos aztecas, hay imperios de iniquidad y de esclavitud, pero animados por un espíritu de grandeza, aunque sea sacrificando vidas para ofrendar una tumba al faraón.
En la Cuba de hace medio siglo hubo sueños de liberación y de dignidad, pero el faraón de turno los convirtió en la actual imperante desesperanza donde los sueños de los jóvenes sólo se proyectan al otro lado del “mar de la felicidad”; mientras él clama contra la infelicidad del resto del mundo para no mirar la ruina de su isla.
Venezuela hoy se debate entre la esperanza y el desaliento. Cientos de miles de jóvenes preparados lanzan sus sueños y talentos fuera del país, aunque no todos puedan salir. El régimen juega al desaliento de los insumisos y se apresura a aprobar una catarata de leyes para aferrarse al poder. Como si conversara con Fidel, Chávez dice: ustedes se afianzaron porque sus opositores huyeron a Miami, nuestra hazaña es mayor, pues tenemos que neutralizar, anular y ahuyentar a los de dentro. Hoy la desesperanza es común a los opositores, a los propios seguidores del régimen y a millones de pobres colgados entre palabras henchidas de promesas y la cruel y vacía realidad. Recientemente en un barrio de repetidas promesas rojitas, frustradas y barridas por las lluvias desmesuradas, un periodista le preguntó a uno de los afectados qué ayuda esperaba y recibió una respuesta amarga: “luego de tantas falsas promesas, ahora no espero nada”. Es lo peor que nos puede pasar, que la gente pobre se resigne a su negación y no espere nada; que el régimen, perdida su utopía por el inútil esfuerzo de encerrarla en la jaula de la sumisión, se aferre cínicamente al poder en sí mismo, sin propósito liberador; que los emprendedores agredidos, pero todavía con recursos económicos y formación, coloquen el nido de sus sueños y creatividad en Panamá, Colombia o Miami.
Afortunadamente Venezuela tiene futuro y esperanza; tiene con qué y con quiénes, pero necesita emocionarse con un proyecto de liberación compartido y en democracia, es decir, con todos y para todos. Hoy como nunca necesitamos vencer la tentación de la desesperanza, diseñar una propuesta de transformación que nos invita a la movilización hacia un país de progreso y dignidad para todos.
La Navidad en Venezuela, que empieza antes de diciembre y termina en el nuevo año, siempre vuelve cargada de esperanza trascendente como visita de Dios que nos llama a la vocación más sublime. En torno al Niño de Belén se renueva la esperanza en el Amor que es más fuerte que la muerte, capaz de convertir las aspiraciones en realidades y las palabras en hechos de carne y sangre. Escuchemos la invitación transformadora del Maestro al tullido que tiene fe: “Levántate y camina”; asume tu responsabilidad y cambia el odio en tu país en convivencia creadora.
En medio de esta gigantesca irresponsabilidad manipuladora que juega con las desgracias, ayudémonos unos a otros a avivar la esperanza de vida, con respeto y solidaridad, con instituciones y políticas serias que permitan construir casa y hábitat acogedores, con salud, educación, seguridad… y trabajo digno y creativo. No es una vergüenza vencer el escepticismo y seguir con esperanza activa, ni cosa de niños que creen en San Nicolás o en los regalos del Niño Jesús con tarjeta en los centros comerciales. El futuro de Venezuela está presente y en esta Navidad y Año Nuevo lo vivimos, no como ilusión de escape, sino como fuego interior que ninguna manipulación ni amenaza puede apagar.
Un país sin esperanza es como un pájaro con alas cortadas. Los pueblos se vuelven irreconocibles cuando les matan el alma colectiva y creadora. Siempre me vuelve la deprimente imagen que hace 46 años se me grabó en la plaza principal del Cuzco al ver a aquellos indios doblados barriendo el piso con unas grandes ramas a modo de escobas. ¿Cómo se explica el abismo entre estos pobres y humillados hombres y sus antepasados que construyeron la maravilla del Templo del Sol o la ciudad sagrada de Machu Picchu? Son ellos mismos; ayer con sueños y alma creativa y hoy con la columna vertebral de su espíritu quebrada. Es un misterio el auge y la muerte de las culturas. Desde luego detrás de las obras culturales más admirables, como en las pirámides de Egipto o en asombrosos monumentos aztecas, hay imperios de iniquidad y de esclavitud, pero animados por un espíritu de grandeza, aunque sea sacrificando vidas para ofrendar una tumba al faraón.
En la Cuba de hace medio siglo hubo sueños de liberación y de dignidad, pero el faraón de turno los convirtió en la actual imperante desesperanza donde los sueños de los jóvenes sólo se proyectan al otro lado del “mar de la felicidad”; mientras él clama contra la infelicidad del resto del mundo para no mirar la ruina de su isla.
Venezuela hoy se debate entre la esperanza y el desaliento. Cientos de miles de jóvenes preparados lanzan sus sueños y talentos fuera del país, aunque no todos puedan salir. El régimen juega al desaliento de los insumisos y se apresura a aprobar una catarata de leyes para aferrarse al poder. Como si conversara con Fidel, Chávez dice: ustedes se afianzaron porque sus opositores huyeron a Miami, nuestra hazaña es mayor, pues tenemos que neutralizar, anular y ahuyentar a los de dentro. Hoy la desesperanza es común a los opositores, a los propios seguidores del régimen y a millones de pobres colgados entre palabras henchidas de promesas y la cruel y vacía realidad. Recientemente en un barrio de repetidas promesas rojitas, frustradas y barridas por las lluvias desmesuradas, un periodista le preguntó a uno de los afectados qué ayuda esperaba y recibió una respuesta amarga: “luego de tantas falsas promesas, ahora no espero nada”. Es lo peor que nos puede pasar, que la gente pobre se resigne a su negación y no espere nada; que el régimen, perdida su utopía por el inútil esfuerzo de encerrarla en la jaula de la sumisión, se aferre cínicamente al poder en sí mismo, sin propósito liberador; que los emprendedores agredidos, pero todavía con recursos económicos y formación, coloquen el nido de sus sueños y creatividad en Panamá, Colombia o Miami.
Afortunadamente Venezuela tiene futuro y esperanza; tiene con qué y con quiénes, pero necesita emocionarse con un proyecto de liberación compartido y en democracia, es decir, con todos y para todos. Hoy como nunca necesitamos vencer la tentación de la desesperanza, diseñar una propuesta de transformación que nos invita a la movilización hacia un país de progreso y dignidad para todos.
La Navidad en Venezuela, que empieza antes de diciembre y termina en el nuevo año, siempre vuelve cargada de esperanza trascendente como visita de Dios que nos llama a la vocación más sublime. En torno al Niño de Belén se renueva la esperanza en el Amor que es más fuerte que la muerte, capaz de convertir las aspiraciones en realidades y las palabras en hechos de carne y sangre. Escuchemos la invitación transformadora del Maestro al tullido que tiene fe: “Levántate y camina”; asume tu responsabilidad y cambia el odio en tu país en convivencia creadora.
En medio de esta gigantesca irresponsabilidad manipuladora que juega con las desgracias, ayudémonos unos a otros a avivar la esperanza de vida, con respeto y solidaridad, con instituciones y políticas serias que permitan construir casa y hábitat acogedores, con salud, educación, seguridad… y trabajo digno y creativo. No es una vergüenza vencer el escepticismo y seguir con esperanza activa, ni cosa de niños que creen en San Nicolás o en los regalos del Niño Jesús con tarjeta en los centros comerciales. El futuro de Venezuela está presente y en esta Navidad y Año Nuevo lo vivimos, no como ilusión de escape, sino como fuego interior que ninguna manipulación ni amenaza puede apagar.
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